viernes, mayo 08, 2015

Una huida con triste final

Maite Martínez Blanco - domingo, 3 de mayo de 2015 África no les perdona el fracaso. Y Europa no les permite prosperar. Su sueño acaba pronto. Los 850 muertos del penúltimo naufragio ocurrido frente a las costas sicilianas removió algo nuestras acomodadas conciencias. Parecían demasiados muertos de golpe como para al menos no estremecerse. Pero este drama, el de los africanos ahogados huyendo del hambre, de la pobreza y de la sequía, también de las guerras, no es nuevo. Diamoy, Pali y Sekou llevan nueve años entre nosotros. Los tres vienen de Mali. Sus caminos han sido distintos, pero su final es el mismo. Un callejón sin salida. Sortearon mafias y puestos fronterizos, atravesaron el desierto y cruzaron el océano en precarios cayucos o pateras. Nada les impidió ese viaje en busca de unas mejores condiciones de vida. El hambre, el deseo de ayudar a los suyos y el miedo a la violencia, son motivaciones suficientes para saltar vallas de espino o aventurarse en embarcaciones que saben pueden llevarles a la muerte. Consiguieron llegar, pero no encontraron el final feliz con el que soñaron. Su situación ahora es extrema. Sin papeles o con papeles, ahora están sin trabajo, sin dinero y sin casa donde cobijarse. Desde nuestro confortable hogar nos resistimos a comprender qué desesperación no les invadirá para jugarse la vida y terminar malviviendo aquí de la solidaridad de unos pocos. Cobijados bajo unos plásticos, en casas medio derruidas o en improvisados asentamientos, esperan a que un jornal de trabajo les devuelva la dignidad. Su situación es la de un callejón sin salida, saben que aquí es muy difícil salir adelante. La mayoría no tienen papeles y aquellos que están legales no tienen tampoco trabajo. ¿Volver a África? Ni se lo plantean, sin dinero para pagar un pasaje, y frustrados por el fracaso de no haber triunfado en Europa, se resisten a regresar. saltó la valla de melilla La pierna de Diamoy Diamoy Diava nació hace 37 años en la región maliense de Kaï. El pedazo de tierra de la familia no daba para alimentar tantas bocas, más de 20 hermanos tiene Diamoy. Su hambre alimentó su sueño de venir a Europa y prosperar, ganar dinero para ayudar a los suyos, sobre todo a sus dos hijos que dejó con 15 y siete años. Habló con su padre, le contó sus planes, «¿Francia o España?», le preguntó él. Se decidió por nuestro país. De esto hace ya casi una década. Diamoy rebusca en su memoria. Se acuerda de los 250 euros que pagó para atravesar en coche el desierto del Sáhara hasta llegar a Argelia. Se apeó del vehículo y echó a caminar. Cinco días después estaba en tierras marroquíes. Su sueño estaba más cerca. «Iba pensando en que al llegar a España trabajaría, podría enviar dinero para ayudar a mi familia, construirme una casa, pagar los estudios de mis hijos...». Hasta que al fin se tropezó con el Monte Gurugú. El salto a Europa estaba cada vez más cerca. «No dormíamos nada, siempre tratábamos de buscar la mejor forma de cruzar, si veíamos a la Guardia Civil nos esperábamos, había mucha gente y nos movíamos en grupo». Y así tres semanas, 21 días con sus 21 noches. Hasta que un día, Diamoy se tropezó con un guardia bueno, un agente que estaba solo, «nos hizo el favor de dejarnos pasar, a mi y a otras dos personas». Ya al otro lado, Diamoy se asustó al atisbar una patrulla y salió corriendo, se cayó en una zanja y su pierna se clavó en una maraña de hierros. Sus compañeros lo sacaron del agujero para que fuera rescatado y la Guardia Civil lo hizo, lo llevaron al hospital de Melilla. Sí, Diamoy ya estaba en Europa, pero su sueño empezó truncado. La fractura de su pierna le tuvo un mes en el hospital, después pasó 28 días en el centro de internamiento de Fuerteventura y desde allí lo llevaron a Málaga. ¿Conoces a alguien? Le preguntaron en Cruz Roja. Él había oído hablar de Murcia, nada más, y para allá se fue. Un año estuvo sin poder trabajar por la lesión de su pierna. Sobrevivió gracias a la solidaridad de sus compatriotas y poco a poco fue echando jornales, así estuvo tres años en un invernadero de Almería. «Le pedía al jefe papeles y me decía que no, que con la crisis no podía...», dice en su precario español. Crisis, esa temida palabra. Diamoy se quedó sin trabajo. Le dijeron que por Albacete podría encontrar algo y aquí se plantó en 2011. Su pierna, esa que se destrozó al saltar la valla de Melilla, sigue dándole mil y un problemas. Tras siete meses durmiendo en el albergue, las Hijas de la Caridad se apiadaron de este joven africano atrapado en un callejón casi sin salida. Volver a África es fracasar y aquí su salud le impide trabajar. «Su situación es muy, muy difícil», confirma Seku, otro maliense que echa una mano a las religiosas en su empeño por ayudar a estos africanos. Diamoy lleva un par de años sin poder trabajar, tiene un permiso de residencia por razones humanitarias, a la espera de que su pierna termine de curarse. Muchas noches llama a Seku porque no puede dormir. Se acuerda de sus padres, ya fallecidos a los que no pudo despedir. Piensa en su familia, a la que no puede ayudar, a la que le dejó una deuda de 600 euros que es lo que tuvo que pagar para poder viajar a Europa. Gracias a la solidaridad de quienes lo cuidan, el año pasado viajó a Mali por dos meses para estar entre los suyos. Ha regresado para terminar sus tratamientos médicos, confía aún en que España le dará una oportunidad. El sastre que vendió su aguja Sekou Traoré se ganaba la vida como sastre en Bamako. Un día echó el cierre a su pequeño negocio en la capital de Mali, vendió sus máquinas de coser y todas sus pertenencias para hacer fortuna en Europa. «Quería mejorar», relata Sekou, a quien aún le quedan fuerzas para sonreír. ¡Cómo no soñar con lo que otros compatriotas decían habían logrado en el próspero continente europeo! Saltó a la vecina Mauritania y allí pagó 2.300 euros para subirse en un cayuco que lo trajese a Tenerife. Cuatro noches y tres días duró la travesía, cuatro noches y tres días en los que había poco que llevarse a la boca, «¡recuerdo el hambre que pasamos!» Ya en tierra española, la Guardia Civil y la Cruz Roja les aguardaban. Tras los preceptivos 40 días de internamiento, Sekou era libre, abandonado a su suerte en la por entonces próspera España. Corría el año 2006 y la construcción tiraba de la economía, hasta que un par de años después las cosas empezaron a torcerse, el ladrillo se paró, el trabajo empezó a escasear y los inmigrantes fueron los primeros damnificados. «Todavía no he cumplido mi sueño, las cosas me han ido mal, me casé con una mujer y sí, conseguí papeles, pero ahora llevo casi dos años sin poder trabajar, no tengo dinero ni para comida y tengo que dormir en la calle», relata este hombre. Su realidad, así de dura, es la misma que la de otros muchos africanos, manos subsaharianas que en los años de bonanza han hecho los trabajos más duros, la ferralla en las obras o los ajos en el campo. Todas esas penosas faenas que a los autóctonos nos resultaban demasiado duras. Hoy cuando el trabajo escasea, pese a que muchos consiguieron legalizar su situación, esos ansiados papeles, se encuentran con que no les sirven de nada. Hay poco trabajo y sin dinero no pueden pagar una habitación de alquiler. Se ven expulsados, malviviendo en los asentamientos de las afueras de la ciudad, comiendo gracias a la solidaridad de las oenegés. Sekou admite que vivía mejor cuando cosía ropa en Bamako. Al menos él no pasaba hambre y estaba rodeado de los suyos. Hoy añora a su hija, esa joven que ya tiene 20 años y a la que hace nueve que no ve. Pero, ¿cómo volver? Si no tienen dinero para comer, cómo pagar un pasaje a Mali donde, además, se verían como unos fracasados. El hermano ahogado Ha pasado casi una década y aún le cuesta hablar de su travesía. Pali Keita tenía 25 años cuando pago «mucho, casi 1.000 euros» por un pasaje hacia la muerte. Tuvo suerte y el mar no se lo tragó, como sí le ocurrió a su hermano que murió ahogado cuando la patera en la que intentaban llegar a España volcó. Él sobrevivió, aunque aquella tragedia casi le ha dejado muerto en vida. «Veníamos a buscarnos la vida». Sin más. Así de escueto y así de rotundo. En su Mali natal no había futuro. Creyeron que aquí sí y por eso se jugaron la vida. Atravesaron el Sáhara en coche y se plantaron en la antigua colonia española de El Aaiún. Pali y su hermano se embarcaron junto con otros 50 africanos en una patera, estuvieron un día en el agua, recuerda el hambre que pasaron, hasta que la precaria embarcación volcó. No llevaban ni siquiera chalecos salvavidas y muchos no sabían nadar. La Guardia Civil sólo pudo rescatar a 16 pasajeros, entre ellos estaba Pali, que aún sufre pesadillas a causa de aquel episodio que marcó para siempre su vida. Tras pasar los 40 días de rigor en el centro de internamiento de las Palmas, fue liberado en Málaga. Al fin podría cumplir su sueño: trabajar y ganar dinero para él y los suyos. Mientras el ladrillo empujaba de la economía española pudo hacerlo, tres años estuvo empleado en la construcción, pero hoy se ve en la calle sin tener casi qué llevarse a la boca. ¿Cómo sobrevivo?, pues «un día como y otro no», confiesa este joven africano que duerme al raso a la espera de que alguien le ofrezca un jornal. Se acuerda de su familia, aquellos nueve hermanos que dejó en África, a los que casi no puede ni llamar por falta de dinero. Uno de ellos también cruzó el Estrecho, ahora está en Madrid y su situación es igual de precaria que la de Pali. http://www.latribunadealbacete.es/noticia/ZDBCFFA65-0A06-E280-E99E71A3CA97DAB2/20150503/huida/triste/final

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