lunes, febrero 15, 2016

El niño que puso en Jaque al destino

Texto de Felip Vivanco 14/02/2016 Con 8 años Fahim Mohammad huyó de la violencia en Bangladesh y recaló en Francia. A la espera de papeles de asilo, este prodigio del tablero pasó hambre y durmió en la calle, pero la solidaridad ciudadana y su talento le salvaron: se coronó campeón de Francia de ajedrez, evitó la expulsión e inició una nueva vida. Él la explica. Cinco bajo cero. Un copo de nieve revolotea en el suburbio parisino de Créteil junto a un bloque de pisos donde viven apellidos armenios, árabes, antillanos y asiáticos. Familias enteras o troceadas que ya han logrado papeles o los esperan con los dedos cruzados: son los refugiados, desplazados y asilados que llegaron a Francia en avión, tren o bus, mucho antes que los refugiados, desplazados o asilados que hoy siguen arribando a Europa a pie o en bote jugándose la vida, a veces perdiéndola. Cinco bajo cero, y el chico viste una cazadora fina y ­debajo una camiseta de manga corta. Lleva una pulsera en cada muñeca y unos guantes negros que sólo se quita para dar la mano. Tiene ojos vivos, pocas palabras y un aire a Cristiano Ronaldo, versión afable, peca incluida. Ahora llega del instituto, pero en realidad viene de muy lejos y desde hace muchos años. Viene de la lucha por sobrevivir como tantos otros refugiados, de sufrir penurias, de no poder bajar de una montaña rusa de esperanzas y descalabros. De dormir en una tienda de campaña en la calle junto a su padre avergonzado. De ser el mejor jugador de ajedrez de Francia. De coronarse campeón mundial escolar. De jugar con las negras y dar jaque mate al destino. De su historia Xavier Parmentier y Sophie Le Callenec han escrito El rey de Bengala, que Grijalbo publica el jueves. Le seguirán una obra de teatro en París en primavera y una película dirigida por Daniel Auteuil. No será una comedia, y, sin embargo, ahora la vida le sonríe a Fahim Mohammad, de 15 años, que huyó de Bangladesh con su padre con 8 años por culpa de la violencia sectaria. Su familia apoyaba al partido perdedor de las elecciones y, tras varias visitas intimidadoras a su casa, un día recibieron un anónimo que amenazaba con secuestrar al niño prodigio que había aprendido a jugar a ajedrez con 5 años y que en meses ya ganaba en torneos de adultos, especialmente uno celebrado en India cuando tenía 7 años. “La vida es bella”, escribiría entonces con una euforia que se tornaría muy pronto amargura: “Es el 2 de septiembre del 2008, el peor día de mi vida, tengo 8 años y lo he perdido todo. Mi vida se ha acabado”. El plan de huida de padre e hijo discurrió por Calcuta, ­Delhi, Roma y Budapest. “Por supuesto que ya había visto blancos en las películas. Incluso en la realidad. Pero no tantos a la vez”, confesaría más tarde al recordar sus días en la capital húngara. El destino final del padre de Fahim, Nura, era Madrid, pero al llegar a Francia le aconsejaron que allí había más facilidad para obtener el asilo. Su odisea acababa de empezar. Como es miércoles, Fahim no tiene clase por la tarde, así que primero se va un rato con su amigo Clément a jugar una partida al club Thomas de Bourgneuf, local muy modesto que le retrotrae a buenos y malos momentos. Aquí conoció a su gran mentor, Xavier Parmentier, y con ese club se consagró como campeón de Francia en el 2012 siendo un simpapeles. Los trofeos coronan un viejo microondas junto a un sofá roñoso, el mismo en el que muchas noches durmió su padre cuando las denegaciones de papeles se fueron sucediendo y el circuito asistencial se fue acabando: del centro de acogida con derecho a comida se pasó al albergue sin manutención, a los hostales, a los hoteles cochambrosos... y de ahí, a la calle. A Fahim no le gusta recordar que, mientras él estaba en Bretaña unos días, su padre se quedó, literalmente, en la rue. Plantó una tienda de campaña en un jardín público y allí durmieron los dos varios días. “La primera noche fue espantosa”, rememora Fahim. Por entonces, su padre tenía ya la temida OQTF, la orden definitiva de expulsión del país que le privaba de las ayudas sociales. La situación empeoraba, pero incluso en esas circunstancias, con el agua al cuello, con la presencia invisible de una madre que no ve en años, Fahim, con 11 años, vence nada menos que a un maestro internacional. Por problemas burocráticos se quedará dos años sin participar en el Campeonato de Francia de su edad, pero cuando se presenta, se lleva la victoria. La noticia recorre el Hexágono y da la vuelta al mundo. Alguien interpela en directo al entonces primer ministro, François Fillon, durante un programa de televisión, sobre el caso del niño campeón. A las pocas semanas, Nura y Fahim obtendrán los papeles tras una intensa campaña de solidaridad. El libro acaba ahí. Pero la historia de Fahim prosigue, y después de la partida con su amigo –“Me ha concedido tablas, me ha perdonado la vida”, comenta Clément–, el campeón se dirige a Marigny a visitar a Xavier Parmentier, el hombre que, aparte de su padre, más ha luchado por él y que le ha convertido en el número dos nacional de menos de 16 años. Maestro y alumno, los dos protagonistas y narradores de El rey de Bengala, se citan en un hospital para la entrevista. Parmentier está jugando una partida muy dura contra el cáncer y no piensa perderla. Se ven, se abrazan y saltan lágrimas. No serán las últimas en una larga tarde de risas, confesiones, ­silencios y planes de futuro. Fahim y Xavier hablan de sus vidas cruzadas. De cómo se abrieron mutuamente los ojos a mundos que desconocían. El alumno descubrió un mundo nuevo, la nieve, el mar, la puntualidad y que los profesores no pegaban con la vara si no hacía los deberes. El entrenador, la travesía burocrática de los refugiados, “las redadas policiales de padres sin papeles a la salida de la escuela y de los hijos que se quedan en Francia sin progenitores”, recuerda Parmentier. “Yo llegué a un planeta completamente diferente –cuenta Fahim–. Nada que ver con Bangladesh. Todavía descubro cosas nuevas, es normal, pero veo que estoy muy bien integrado aquí”. El niño confiesa que se hizo inseparable de los kebabs desde el día que probó uno. “¡Kebabs! A eso le digo yo integrarse bien”, exclama el entrenador. “Yo crucé el laberinto de la inmigración, el del papeleo, un universo que no puede estar más de actualidad. Es posible –apunta el técnico– que la historia de Fahim se repita un día de estos con un niño sirio, por ejemplo”. ¿Cuántos de los cientos de miles de refugiados le recuerdan cada día a Fahim su historia? ¿Cuántos evitarán ser deportados gracias al ajedrez o al deporte que sea? “Conozco casos muy emocionantes y me recuerdan mi experiencia, claro. Yo no llegué a Europa en las mismas condiciones que ellos, pero sí hay similitudes”, reflexiona. ¿Y qué piensa? Fahim no duda en la respuesta, es conciliador y diplomático, ya hace seis años que vive en un país donde ha gozado de la solidaridad ciudadana, pero también ha visto la ascensión xenófoba. “Creo que se puede comprender a aquellos que no aceptan la llegada masiva de refugiados porque, según dicen, ‘ya somos demasiados’, pero al mismo tiempo –subraya– me parece que no podemos dejar a toda esa gente que llega agotada. Creo que tendríamos que acogerlos y aceptarlos. No podemos dejarlos tirados”, ­concluye. En la sala del hospital donde Parmentier recibe visita mientras sigue el tratamiento, la conversación toma cuerpo hasta descubrir que Fahim aún no es francés. Cuenta con un permiso de menores para circular libremente por el espacio Schengen: “No tengo los papeles, pero me siento francés, juego al ajedrez por Francia... Cuando tenga 18 años podré pedir la nacionalidad”, aclara. Eso será dentro de tres años. En un diálogo ideal, ahora terciaría Nura, el padre de Fahim, pero está trabajando. Nura es un héroe, y su hijo se lo reconoce, por el sufrimiento que ha pasado todos estos años, mucho después de que un día le propusiera a su hijo de 5 años que le acompañara al club de Dacca donde echaba unas partidas con sus amigos. “Mi padre no sólo luchaba y sufría, además se sentía muy sólo en esa batalla por los papeles. Yo conocía a Xavier, a la gente del club de ajedrez, pero él no frecuentaba a casi nadie. Era soledad añadida”, rememora Fahim. El hijo habla con orgullo de su padre, pero le cuesta mentar a su madre y el hecho que supuso separarse de ella deprisa y corriendo, huyendo de las amenazas de secuestro, dejando atrás a su hermana mayor, Jhorna, y a su hermano pequeño, Fahad. Le cuesta hablar hasta límites insospechados. Cada vez que Fahim intenta pronunciar la palabra madre en el libro o sueña con reunirse con ella, aparta el pensamiento de su mente. Y cuando se le inquiere sobre ella, le saltan las lágrimas. “Es cierto que es emocionante… me cuesta mucho explicar esa separación”. Y a sus palabras le sigue un breve y durísimo silencio. Xavier Parmentier también llora, porque él perdió a su madre hace poco. Se llamaba Marie-Jeanne y varios veranos hizo de abuela de Fahim en su casa de Bretaña. “A Fahim –interviene el entrenador cuando se recompone– siempre le costará hablar de su madre y de todos estos años. Es una madre subliminal e invisible”. Es cierto, en Créteil el niño intenta recordar la cara de su madre y no atina. Cuando acaba la historia escrita de Fahim, Nura y Xavier, uno se muere por saber más, por descubrir qué ha sido de su madre, por aclarar si su hermana mayor se recuperó bien de una operación urgente. Y entonces descubre que Xavier está en el hospital y que el niño ya adolescente tardará seis años en volver a abrazarla. “Seis años sin verla –rememora Parmentier–. Seis años exactos. Del 15 de octubre del 2008 al 15 de octubre del 2014”. Otra treta del destino. “Es una madre diferente a la que tiene ahora y con la que convive cada día. Esa madre del pasado y su ausencia representan un gran sufrimiento”, explica el técnico. Ahora toda la familia vive junta en el apartamento de Créteil. El momento dramático se rompe cuando alguien pregunta a Fahim si ser campeón y famoso le ayuda a ligar. Parmentier le chincha, y él se cubre la cara con las manos, enroscado de vergüenza. “Yo no ligo mucho…”, musita. Ambos son uña y carne… y eso que Xavier ya no es entrenador del niño campeón. “Los jugadores tienen que cambiar de técnico para progresar”, cuenta. Eso sí, ante el tablero siguen retándose. En el hospital, Fahim juega con negras y pierde. “Sí, he ganado a la bestia”, exclama el ganador. El chico, que nunca ha ­vuelto a su ciudad natal, sigue progresando y sueña con volver a ­ganar el título nacional y luego el euro­peo, pero ya no tiene esa necesi­dad imperiosa de vencer, esa presión insoportable de quedar­se sin el cheque del premio cuando había días que no ­cenaba e iba a la cama ­hambriento. “El tablero significa placer, significa juego, siempre me pongo delante con ganas de disfrutar –explica Fahim–. En eso nada ha cambiado, pero es cierto que cuando nos mejoraron las condiciones de vida noté menos la presión. Antes no tenía otra opción, por el dinero que nos ayudaba a vivir…”. ¿El milagro de esta historia es que sus historias se cruzaron? “No, el verdadero milagro es que Fahim haya obtenido los papeles –dice Xavier–, a eso hay que añadir la aventura humana, nos conocimos y seguimos estando unidos, aunque yo ahora entrene a uno de sus competidores. Ya me gustaría que los dos se jugasen el título de campeón de Francia”. “Pero tendrás preferencia por mí, ¿no?”. Y vuelven las risas. Fahim sueña, lo hizo siempre. Soñaba con comida buena, con un albergue decente, con que le daban los papeles a su padre, con ganar el Campeonato de Francia… “Ahora lo que sueño es tener una buena vida, ser feliz. Casi nunca pienso en lo que seré de mayor, vivo al día. ¿El ajedrez como profesional? No lo sé… Parecerá extraño, pero nunca he pensado que me ganaré la vida con el ajedrez. Adoro este deporte, juego todo el tiempo, pero no sé si quiero ser profesional, de hecho no tengo la ambición de estar entre los cinco mejores de Francia o del mundo. La gente me dice: ‘Tendrías que valorar la posibilidad’. Yo, de momento, seguiré jugando”. Y lo dice con la pasmosa tranquilidad de quien mañana irá al colegio sin tener que echar a correr si le para la policía; de quien cenará con su familia, un lujo que no pudo permitirse durante unos años que un día recordará borrosos. Se encienden los fluorescentes del hospital y a Fahim se le ilumina la cara. Ya es de noche. Los cinco grados bajo cero parecen cincuenta, pero él sigue con su camiseta de manga corta. Le da un beso a Xavier y otro a Sophie y se va. Está contento. Le han dicho que va a ir a Madrid, el destino con que soñaba su padre al salir de Dacca. Sí, la ciudad de su equipo de fútbol. Y no, que Fahim tenga un aire a Cristiano Ronaldo no es casualidad. http://www.magazinedigital.com/historias/reportajes/nino-que-puso-en-jaque-al-destino

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